Estudios Sociales

Año 55, Vol. XLV-Número 167

Enero-junio 2023

COMENTARIOS Y RESEÑAS DE LIBROS

El negro detrás de la oreja de Ginetta

Candelario

Duleidys Rodríguez

El negro detrás de la oreja es la tercera publicación de la Editorial Universitaria Bonó en su colección Diáspora. Antecedido por El retorno de las yolas de Silvio Torres-Saillant y Bordes de la dominicanidad de Lorgia García Peña, comparte con sus compañeros de editorial, la tesis de que las identidades dominicanas deben comprenderse en relación a una dialéctica triangular entre la República Dominicana, Haití y Estados Unidos. Al mismo tiempo, y al igual que Pedro San Miguel, identifica a la novela, los periódicos, los mapas y los museos como los lugares en los que mejor se alberga la conceptualización del sentido de pertenencia a la dominicanidad. En estos productos culturales residen los discursos que nos llevan a encontrar las respuestas al cómo y por qué los miembros de la nación reconcilian la noción de camaradería identitaria con la estratificación social que impone el racismo.

De aquí que Ginetta Candelario traza como objetivo principal de su investigación el comprender cómo los dominicanos enfrentan «el negro detrás de la oreja» cuando son confrontados con las agendas expansionistas de Haití y de los Estados Unidos que los etiquetan como negros. Al mismo tiempo se propone trazar las múltiples estrategias que los dominicanos adoptan al enfrentarse con dichas ideologías. Siendo una dominicana de la diáspora, ha vivido personalmente este choque identitario, por lo que también reflexiona sobre su experiencia personal. Para analizar cómo los discursos de la identidad negocian la negritud y la hispanidad, ubica cuatro lugares simbólicos y emblemáticos: las narrativas de viajeros que visitaron la isla durante los períodos comprendidos entre 1796 y 1932, el Museo del Hombre Dominicano, el salón de belleza Lamadas y el cuerpo femenino. Lo hace utilizando diversas metodologías de investigación que van desde el análisis del discurso, la etnografía local y las entrevistas hasta la foto-elicitación.

En El negro detrás de la oreja, Ginetta Candelario elabora un amplio análisis de la diáspora dominicana, partiendo desde las primeras migraciones más o menos mayoritarias hacia los Estados Unidos, que sitúa a partir de la segunda mitad del siglo XX, rescatando el papel jugado por las primeras dominicanas que sentaron las bases de la comunidad, como Corina Sallaint (1921), Juana Campos (1940), Casilda Luna (1940) y Francia Almarante (1974). Tomando distancia de quienes al estudiar el fenómeno se limitan a caricaturizar las conceptualizaciones que hace la dominicanidad diaspórica de sí misma, concluyendo si los dominicanos son o no negros, entiende que para involucrarse en la compresión de su categorización racial es necesario partir del pasado ideológico que arrastran consigo y que deriva tanto de su historia colonial como de las ideologías con las que fueron educados.

La filósofa Lusitania Martínez, autoridad en los estudios de género en la República Dominicana, en su prólogo para la edición en español repara en el papel que han desempeñado estas primeras mujeres migrantes de la clase trabajadora y valora esta investigación como una de las puertas que «abre en el país un tema de estudio centrado en las migraciones, desde la perspectiva de género y raza, tomando como referencia los estados de New York y Washington».

Es por esto que en este artículo he decidido centrarme solamente en dos aspectos del libro, el estudio de la narrativa de los primeros viajeros y el papel desempeñado por el Museo del Hombre Dominicano.

1.  Narrativas de viajeros. Para Ginetta, si bien es cierto que los extranjeros que visitaron la isla reportaron sus observaciones principalmente para sus conciudadanos, la mayoría de sus narraciones llegaron de regreso y se incorporaron a los discursos de pensadores y políticos de la élite dominicana en su conformación ideológica de la identidad nacional. Siguiendo a Mary Louise Pratt en su libro Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation (Ojos imperiales: Literatura de viajes y transculturación, Routledge, Nueva York, 1992) entiende que el género literario, conocido como literatura de viajes nació y se desarrolló para ofrecer información desde las nuevas naciones colonizadas a sus metrópolis europeas. Este tipo de narrativa, en cierto modo, reinventó América en la medida en que sus ojos se ajustaban a lo que les convenía ver o, dicho de otro modo, a lo que era más conveniente para los proyectos ideológicos, económicos y políticos de sus imperios.

Por ello la autora entiende que un análisis de las principales narraciones de viajeros acerca de la geografía y los habitantes de la isla ofrece privilegiados puntos de vista sobre los contextos políticos e ideológicos a partir de los cuales se narraba la identidad dominicana.

Sostiene que en lugar de que estos relatos hayan sido vistos por algunos pensadores dominicanos como imposiciones de ideologías raciales extranjeras, fueron tomados por la élite para apoyar el proyecto de separación de Haití y el sostenimiento de la teoría indigenista, puesto que estos siempre observaron la realidad dominicana de cara a la comparación. Demuestra cómo en las narraciones de estos primeros viajeros podemos constatar que desde antes de la unificación y del nacionalismo ya la población dominicana de la parte española de la isla se percibía étnica y racialmente distinta a Haití.

Observa cómo Moreau de Saint-Méry, mulato criollo de Martinica educado en París, en su Descripción de la parte española de Santo Domingo (Ciudad Trujillo: Editora Montalvo, 1944) se refiere al colorismo de la parte este de La Española como irrelevante para trazar la barrera entre negros y blancos, propia de otros países, puesto que en su opinión, a su llegada a la isla ya los españoles poseían raíces raciales mixtas, sumado a las condiciones materiales existentes, que mantenían la suerte del esclavo atada a la del amo, estableciendo relaciones de compañerismo más que de propietario y propiedad. De manera que desde fecha muy temprana se evidenciaba que la formación racial dominicana debía ser entendida desde una herencia americana común, pero también desde una particularidad marcada.

Por su parte, Charles Mackenzie, cónsul general de Gran Bretaña en Haití (1826-1827), en su Notes on Haiti: Made During a Residence in that Republic (Notas sobre Haití: Hechas durante una residencia en esa república, t. 1, Londres: Frank Cass, 1971) llamó la atención sobre el modo despectivo en el cual incluso los negros se referían a sus vecinos como «aquellos negros» y remarcaba las diferencias poco reconciliables entre ambas partes. Maxime Raybaud, cónsul general francés en Haití, mostró la impresión que le causó el papel que desempeñaba la población mulata, a la que, según él, se le había permitido ser blanca en lugar de una raza aparte como en Haití. De igual manera, David Dixon Porter, enviado por el presidente Polk a evaluar la situación política de la isla de cara al reconocimiento diplomático, entendía que la población dominicana era racialmente superior a la de Haití, al mismo tiempo que hacía descripciones rampantemente negrófobas sobre los haitianos, considerando a las dos repúblicas muy distantes en tanto una era blanca, española y católica, y la otra era negra, francesa y arreligiosa. En un registro casi premonitorio, Porter pronostica que esas diferencias permanecerán en el horizonte de la isla como motivos permanentes de conflictos.

Samuel Hazard, periodista proanexionista, en su Santo Domingo, Past and Present: With a Glance at Hayti (Santo Domingo, pasado y presente: Con una mirada a Haití, Nueva York: Harper & Brothers, 1873) realizó el relato al parecer más exitoso de todos, pues su libro se convirtió en un texto canónico respecto al país y a su población. Para muchos historiadores dominicanos la narrativa de Hazard ha sido considerada como documento primario en la historiografía de la dominicanidad. Incluso fue una de las primeras publicaciones traducidas por la Sociedad de Bibliófilos. Para él, igual que para sus predecesores, en contraste con Haití la población dominicana era progresista, civilizada y capaz de alcanzar su madurez política.

Harry A. Franck, narrador de viajes y veterano de la Primera Guerra Mundial, publicó su relato Roaming Through the West Indies (Recorriendo las islas antillanas, , Nueva York: Blue Ribbon Books, 1920) durante el período en que Estados Unidos ocupaba las dos naciones. Afirma que para el dominicano no es injustificado el deseo de mantener su espacio territorial lejos de los «semi-salvajes» de Haití y valora a los dominicanos como un pueblo con un buen número de blancos puros y poca cantidad de africanos de sangre pura.

La autora concluye que estos relatos desempeñaron un papel decisivo en los discursos de la élite dominicana de filiación hispánica, que incorporó estas metanarrativas a la historiografía de la identidad nacional, como es evidente en las obras de historiadores antihaitianos de la talla de José Gabriel García, Bernardo Pichardo, Pedro Henríquez Ureña, Emilio Rodríguez Demorizi, Ramón Marrero Aristy, Joaquín Balaguer y Jacinto Gimbernard. Igual sucede en las exposiciones de las principales instituciones culturales, como lo es el Museo del Hombre Dominicano, por lo que estas metanarrativas se mantienen en continua vigencia y extendiendo su influencia a futuras generaciones.

2.  Museo del Hombre Dominicano. En este apartado Ginetta se propone examinar cómo y por qué la exhibición permanente del museo contribuye a un imaginario nacionalista, narrando la dominicanidad como si fuera parte de un orden natural de las cosas, en lugar de una narración cuestionable, generada políticamente y codificada ideológicamente. Entiende que los museos, por su naturaleza permanente y su carácter accesible, poseen una influencia mucho más profunda que el relato y, por tanto, más influyente. A esto se suma que el Museo del Hombre Dominicano es el espacio de referencia sobre la dominicanidad más visitado por turistas y nacionales, solo antecedido por la Catedral Primada de América y el Alcázar de Colón.

Plantea que el museo es el gran portavoz, no solo de la mirada extranjera, sino también de la teoría indigenista que ha servido a los historiadores de la élite para forjar su discurso de la condición racial del dominicano como no blanco, frente a España (y a su propia realidad), pero también como no negro de cara a Haití, aunque siempre indígena, de cara a su unidad identitaria.

La autora sitúa esta teoría indigenista como la carta jugada, por una parte, para sustentar la idea de nación, separada de la metrópolis, y por otra para enfatizar las diferencias con el vecino país. Siguiendo a Shepard Krech y a Barbara Hail, entiende que «jugar al indio» era el centro del nacionalismo en el siglo XIX y que coleccionar la América indígena era una expresión del imperialismo estadounidense en el cual los museos tuvieron un rol importante. Señala cómo las donaciones de los amigos de Herbert Krieger, fundador del departamento de antropología de la Institución Smithsonian y el más prolífico coleccionista estadounidense de artefactos arqueológicos dominicanos, Narciso Alberti Bosch y Emile de Boyrie Moya, constituyeron el acervo más numeroso con el que contó el museo para su apertura.

Por ello afirma que la exposición permanente del Museo del Hombre Dominicano es una autoexpresión etnográfica creada por las negociaciones geopolíticas de la República Dominicana con los Estados Unidos y el Haití del siglo XIX. Sostiene, en adición, que muchos recolectores, etnólogos, antropólogos y naturalistas de Estados Unidos, a su vez, tomaron ventaja de las actividades militares y del expansionismo político de su gobierno para saquear el patrimonio arqueológico dominicano, como afirma su exdirector Dato Pagán Perdomo (1996-2002) en el caso de Krieger, atribuyéndole una ética profesional cuestionable.

Durante su recorrido investigativo por el Museo del Hombre Dominicano, observa que este falsea la construcción de la dominicanidad al presentar cómo en la cultura dominicana predomina la influencia española, confundiendo dominación política y cultural con superioridad, mientras que, de forma arbitraria, se dedica casi enteramente a la colección, preservación y exhibición de artefactos precolombinos. Presenta a los taínos como los conquistadores más avanzados respecto a los mesoamericanos y expone objetos y artefactos utilizados en la actualidad por los indios de la Amazonia.

Refiere cómo el primer nivel está dedicado a mostrar las contribuciones taínas a la formación cultural dominicana y, en tanto su presencia es desproporcionada, se refuerza la noción de que el patrimonio indígena es la base racial de la nación. Por lo que casi irónicamente concluye que los indios en República Dominicana solo existen en fotos y en vitrinas de cristal, mientras que en otros países se encuentran físicamente presentes, confrontando y desafiando continuamente los mitos que se tejen en torno a ellos.

Y en uno de los aportes, a mí entender, más significativos de su investigación, Candelario señala a los Estados Unidos como uno de los principales patrocinadores de este bovarismo indigenista, en la medida en que desde su visión imperialista se posicionan como los legítimos herederos del continente americano, por parte de sus predecesores británicos, y de los nativos americanos, apoyando los nacionalismos indigenistas latinoamericanos que ayudaron a expulsar a España del hemisferio para, al mismo tiempo, facilitar la entrada de Estados Unidos a dichos territorios.

Posa su atención en las tres estatuas que dan la bienvenida al Museo: la de Bartolomé de las Casas, sacerdote y filósofo español, reconocido por su discurso en favor de los indios americanos; la del cacique Guarocuya, que tras haber perdido a sus padres en las matanzas masivas fue españolizado y bautizado con el nombre de Enriquillo; y posteriormente, a raíz de la observación de los malos tratos propinados a los indígenas y tras la violación por parte de un español de su esposa Mencía, opuso resistencia al estado colonial, liderando una sublevación entre 1519 y 1533 e instalándose en la Sierra de Bahoruco, para luego colaborar con estos en la delación y posterior captura de los negros cimarrones. Enriquillo, a su vez, ha sido colocado en la cúspide del indigenismo ideológico a raíz de la novela escrita por Manuel de Jesús Galván, Enriquillo, con la que, según narra la autora (en 2007), el típico egresado dominicano de secundaria habría tenido contacto al menos cuatro veces, según consta en el currículo dominicano de educación. Es precisamente en su imagen que, desde entonces, el nacionalismo dominicano ha proyectado sus orígenes nobles, masculinos e indígenas.

Sebastián Lemba, cimarrón camerunés del siglo XVI, quien durante aproximadamente dos décadas se estableció como líder de la resistencia en las «escarpadas montañas de Quisqueya» aparece como la tercera figura. Su estatua fue añadida al frontispicio una década después de su apertura. A diferencia de Enriquillo, observa la escritora, no ha sido mitificado, ni su figura nacionalizada de manera extensiva como ha sido la de Enriquillo. Es por esto que concluye que, desde su entrada, el Museo del Hombre Dominicano se constituye como el verdadero baluarte de la ideología indigenista en la República Dominicana y en el principal promotor de la mirada extranjera como punto de partida para la compresión de la identidad racial dominicana.

Sin embargo, la autora también valora el aporte realizado por investigadores representantes de una nueva ola, que surgió a mediados de los años 1960, como un movimiento contestatario que reivindicaba el patrimonio y los legados culturales de los africanos en la República Dominicana, inspirados en las luchas anticolonialistas y en los movimientos pronegritud. Destaca el primer coloquio sobre la presencia africana en las Antillas celebrado en 1973 en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, así como la primera investigación sobre la diáspora africana y esclavitud en la República Dominicana publicada por Larrazábal Blanco, así como la fundación de la Casa Identidad Mujer Negra en la década de 1980.

Destaca el trabajo realizado por los historiadores María Filomena González y Rubén Silié como dos pioneros en la investigación en los libros de textos dominicanos aprobados por el Ministerio de Educación para la enseñanza primaria, llamando la atención tanto sobre las imprecisiones históricas orientadas a la promoción de la herencia colonial e indigenista del país, como a la exclusión de su herencia africana. Así mismo, destaca el trabajo realizado por Carlos Esteban Deive, Franklin Franco, Raymundo González y Silvio Torres-Saillant, entre otros investigadores.

En conclusión, en El negro detrás de la oreja Ginetta Candelario realiza un análisis abarcador de la autopercepción racial de los dominicanos, que incluye desde la revisión bibliográfica de las narrativas de extranjeros hasta el choque cuasi cosmográfico de la diáspora dominicana en el extranjero, cuando son percibidos y etiquetados como «negros», «afrodescendientes» o hispanos. Reportando a la vez la metacognición que su propia investigación la conminó a realizarse mientras encuestaba, al ser identificada dentro de una de las tantas categorías raciales dominicanas como: blanquita de pelo bueno. Pionera en los estudios de campo en los salones de belleza, entiende que estos, al igual que los museos, son espacios cuyas agendas están basadas en exposiciones corporales generalizadas y en la internalización de sus técnicas, proporcionando el acceso a normas estéticas, donde se crean y se difunden dichos discursos. Realiza un legítimo llamado de que aún hace falta una arqueología y una antropología enfocadas en los antepasados africanos y afrocriollos, que aporten luz a la compresión de las identidades raciales del país.